Ninguna parte del mundo ha sido tan devastada por el coronavirus como América Latina. De los 15 países con las mayores muertes per cápita del mundo, 11 están en América Latina o el Caribe.

A diferencia de Europa o los Estados Unidos, el brote en América Latina no ha llegado en oleadas. Se estrelló contra la región en la primavera y se estabilizó a un nivel extraordinariamente alto, exacerbado por sistemas de atención de la salud anémicos, la desigualdad y la ineptitud e indiferencia de los gobiernos.

En México, el epicentro del brote es Iztapalapa, un barrio pobre de la capital, Ciudad de México, que alberga la Central de Abasto, el mayor mercado de productos del hemisferio occidental. El virus atravesó rápidamente el mercado, que cuenta con unos 100,000 trabajadores, e irradió hacia la comunidad circundante y más allá. En un momento dado, las autoridades estimaron que una de cada 10 personas que se ponían un respirador en la Ciudad de México había estado en el mercado.

Azam Ahmed hizo una crónica del salvaje brote que se produjo allí en el transcurso de los meses.

“Se convirtió en un espectáculo casi aterrador”, dijo Azam. “Lo habíamos visto rebosar de tanta vida y energía, pero entonces el virus golpeó y fue como caer del borde de un acantilado. Cada día había menos gente, la gente empezó a tener miedo, y mucha gente empezó a morir.”

Pero no importaba lo malo que fuera el brote, el mercado nunca se cerró. Suministra frutas y verduras para el 30 por ciento de la nación, y era demasiado importante como para cerrarlo. Para muchos de los trabajadores, que se enfrentaban al trabajo o al hambre, tampoco había mucha elección.

Christopher Arriaga, que trabaja en el mercado, vio cómo el virus mataba al hombre del puesto de verduras de al lado. Entonces empezó a perder clientes, y su padre también se enfermó.

“Hay un momento en el que empiezas a ver morir a la gente, y el estrés empieza a destruirte”, dijo el Sr. Arriaga. “Me hizo darme cuenta de cómo se siente un animal atrapado”.