Las palabras no podrían haber sido más claras. En el estado más poblado de Brasil, anclado en la mayor ciudad de América, vacunarse contra el coronavirus no será una cuestión de voluntad personal. Será obligatorio.
“He garantizado que los 45 millones de brasileños aquí en São Paulo serán vacunados, y la vacuna será obligatoria”, dijo el Gobernador João Doria a los periodistas en una cadencia lenta y deliberada. “Tomaremos medidas legales si hay algún contratiempo en este sentido”.
Mientras los países se apresuran a aprobar la primera ronda de vacunas contra el coronavirus -incluida Gran Bretaña que autorizó el miércoles la vacuna de Pfizer-, los gobiernos, empresas e instituciones civiles se enfrentan a una cuestión cada vez más urgente: ¿Debería ser obligatorio?
Ese debate se está desarrollando con fuerza en Brasil, donde Doria, cuyo estado ha sido devastado por la enfermedad, y el presidente Jair Bolsonaro, un escéptico del coronavirus, están encerrados en una amarga disputa política sobre si se debe exigir a los brasileños que se pongan la vacuna.
Para la mayor parte del mundo, la vacuna no puede llegar lo suficientemente pronto.
Pero la perspectiva de obligar a la gente a tomarla ha demostrado ser un asunto delicado, enfrentando los derechos individuales contra la necesidad colectiva, la inclinación personal contra la responsabilidad social. Algunos funcionarios de salud pública sostienen que la vacunación obligatoria es la única forma de vencer al coronavirus y – en comparación con los cierres y las restricciones de viaje – mucho menos onerosa.
