En el último año, la web mundial ha empezado a parecer menos mundial.
Europa está planteando una normativa que podría imponer prohibiciones temporales a las empresas tecnológicas estadounidenses que infrinjan sus leyes. Estados Unidos estuvo a punto de prohibir TikTok y WeChat, aunque la nueva administración Biden se está replanteando esa medida. India, que prohibió esas dos aplicaciones, además de otras decenas, está ahora enfrentada a Twitter.
Y este mes, Facebook (FB) se enfrentó al gobierno australiano por una propuesta de ley que le obligaría a pagar a los editores. La compañía decidió brevemente impedir que los usuarios compartieran enlaces de noticias en el país en respuesta a la ley, con el potencial de cambiar drásticamente el funcionamiento de su plataforma de un país a otro. Luego, el martes, llegó a un acuerdo con el gobierno y aceptó restaurar las páginas de noticias. El acuerdo flexibilizó parcialmente los requisitos de arbitraje con los que Facebook estaba en desacuerdo.
Pero si estos acuerdos territoriales se hacen más comunes, la Internet globalmente conectada que conocemos se parecerá más a lo que algunos han denominado “splinternet”, o una colección de diferentes redes de Internet cuyos límites están determinados por las fronteras nacionales o regionales.
Una combinación de nacionalismo creciente, disputas comerciales y preocupación por el dominio del mercado de ciertas empresas tecnológicas globales ha provocado amenazas de medidas reguladoras en todo el mundo. En el proceso, estas fuerzas no sólo están poniendo en jaque a las empresas tecnológicas que construyeron enormes negocios sobre la promesa de una Internet global, sino también a la idea misma de construir plataformas a las que pueda acceder y utilizar de la misma manera cualquier persona en cualquier parte del mundo.
Y las grietas parecen ser cada vez más profundas.