En su primera noche en Estados Unidos, Fausta Vásquez y sus dos hijos pequeños durmieron a la intemperie sobre el cemento, cubiertos por mantas de Mylar y flanqueados por los cuerpos de otros migrantes que dormían, mientras los agentes de la Patrulla Fronteriza estadounidense los observaban desde cerca.
Tras cruzar el Río Grande la noche anterior en una lancha desvencijada, Vásquez y sus dos hijos, César García, de 11 años, y Génesis García, de 2, habían sido interceptados por agentes de la Patrulla Fronteriza de Estados Unidos y conducidos a una zona improvisada bajo un paso elevado con docenas de otros migrantes.
Vásquez no estaba segura de que se le permitiera entrar en Estados Unidos tras el viaje de 1,300 millas de su familia desde su casa en Gracias, Honduras, hasta la frontera entre Estados Unidos y México, cerca de Matamoros. Había oído que dejaban entrar a familias con niños pequeños, pero César era un poco mayor.
Dos días después, la familia estaba sentada en mesas de picnic al aire libre en el refugio para migrantes La Posada Providencia de esta ciudad fronteriza, con reservas de avión a Sioux Falls, Iowa, para reunirse con su marido.
El aumento constante del número de migrantes que llegan a la frontera entre Estados Unidos y México sigue siendo un reto para los agentes federales, especialmente en el Valle del Río Grande, donde se produce la mayor parte de las llegadas. Miles de familias migrantes, menores no acompañados y adultos solteros han estado apareciendo, abrumando las estaciones de la Patrulla Fronteriza de Estados Unidos y provocando que los funcionarios federales abran una serie de nuevas instalaciones para acomodar a los menores.