El escozor de la aguja opacó el miedo a la muerte que obligó a Armando Izaguirre a acudir a la clínica de vacunación del centro comercial.

“Perdí a un sobrino”, dijo Izaguirre, “y eso da mucho miedo… Cuando pierdes a alguien cercano, es como una llamada de atención”.

Su sobrino murió de COVID-19 y trabajaba en la agricultura, al igual que Izaguirre.

Un mes antes, el agricultor de 68 años había entrado en el mismo lote de Winn-Dixie en Immokalee y, para su sorpresa, se encontró con una masa de jubilados costeros adinerados en peregrinación de vacunación a la pequeña ciudad del interior.

Pero no hay lugar para él. Immokalee es un centro de los campos circundantes que producen los tomates y las naranjas de Estados Unidos y el hogar de Izaguirre de toda la vida.

El número de muertes y la respuesta inadecuada y retrasada del estado a las necesidades sanitarias de los trabajadores agrícolas durante la pandemia reflejan un fracaso de la sanidad pública que devaluó las contribuciones de los trabajadores que se consideraban esenciales, dicen los defensores de los trabajadores agrícolas.