A pesar de su desorganización en otras áreas políticas, Donald Trump tenía una visión bastante clara de la política en Oriente Medio: Estados Unidos se acercaría más a sus aliados y sería más hostil hacia su adversario de siempre, Irán.
La administración Trump abrazó a Israel y a Arabia Saudí, evitando casi cualquier crítica a sus gobiernos. Esa parte de la estrategia pareció funcionar. La nueva cercanía diplomática ayudó a llevar a los Acuerdos de Abraham, en los que los Emiratos Árabes Unidos y Bahréin se convirtieron en los primeros gobiernos árabes en un cuarto de siglo en reconocer a Israel.
Las ambiciones de Trump con Irán también fueron grandes. Desechó el acuerdo nuclear de Barack Obama, alegando que era demasiado débil y que no impediría que Irán desarrollara armas nucleares. En su lugar, Trump impuso duras sanciones, prediciendo que debilitarían a los líderes de Irán, fortalecerían su oposición interna y eventualmente harían que Irán viniera a rogar por un nuevo acuerdo (más duro).
Prácticamente nada de eso ha ocurrido.
El fracaso de la estrategia de Trump ayuda a explicar por qué Irán ha estado tanto en las noticias esta semana. El domingo, una explosión – aparentemente causada por un ataque israelí – dañó el principal centro de enriquecimiento nuclear de Irán, en la ciudad de Natanz. Hoy está previsto que se reanuden en Viena las negociaciones sobre el programa nuclear iraní, en las que participan varios países.
La cuestión clave para el gobierno de Biden es si puede volver a cerrar un acuerdo nuclear y, si no puede, cómo intentará evitar que Irán se convierta en una potencia nuclear, con capacidad para amenazar a Israel, Arabia Saudí y Estados Unidos.