Adolescentes delgados que sostienen pancartas en las paradas de tráfico con la palabra “fome” (hambre) en letras grandes. Niños mendigando comida a las puertas de los supermercados. Familias apiñadas en endebles campamentos en las aceras, pidiendo leche de fórmula para bebés, galletas, cualquier cosa.

Las escenas de hambre en Brasil son la cruda evidencia de que la apuesta del presidente Jair Bolsonaro de que podría proteger la economía del país resistiendo las políticas de salud pública destinadas a frenar el virus ha fracasado. Desde el comienzo de la pandemia, despreció la orientación de los expertos en salud, argumentando que el daño económico provocado por los cierres sería una amenaza mayor para la economía que el propio coronavirus.

Ese compromiso dio lugar a una de las cifras de mortalidad más altas del mundo, pero no ha mantenido al país a flote.

Cerca de 19 millones de personas han pasado hambre en el último año, y unos 117 millones de personas -más de la mitad del país- se enfrentarán a la inseguridad alimentaria, con un acceso incierto a una nutrición suficiente, en 2020, según las estimaciones. Un experto afirma: “La forma en que el gobierno ha manejado el virus ha profundizado la pobreza y la desigualdad. El hambre es un problema grave e intratable en Brasil”.