Cuando Stevi Stephens tenía 5 años, su abuela se agachó para abrazarla, y Stephens se preguntó si al pisarla dejaría de hacerlo.

Cuando era un bebé, le dijo su madre, Stephens lloraba cuando alguien la abrazaba; más tarde, ya casada, solía levantarse y cambiar de lado de la cama varias veces cada noche cuando su marido se acercaba en sueños para rodearla con un brazo. “Era como un misil buscador de calor”, dice.

No me malinterpreten: “Tenía una gran vida sexual”, aclara Stephens, que ahora tiene 76 años. Pero la actitud de Stephens hacia los abrazos no ha cambiado. Con otra persona envolviéndola, se siente contenida, incómoda.

Stephens, antropóloga jubilada, vive en una pequeña cooperativa de cabañas de pescadores restauradas en la isla de Vancouver con unas nueve personas más. “Nadie ha intentado nunca abrazarme aquí”, dice. Y para Stephens, los últimos 14 meses de distanciamiento social -y la libertad de casi cualquier abrazo, incluso de sus dos hijos mayores- han sido dichosos.

Desde que las vacunas contra el coronavirus se pusieron a disposición de la población en general, ha sido evidente en parques, restaurantes y hogares de todo Estados Unidos: Los brazos han vuelto. Los abuelos vuelven a abrazar a los nietos. Los amigos están abrazando a sus amigos. Incluso los epidemiólogos, un grupo notablemente cauto, se abrazan. Para muchos, el regreso de los abrazos ha sido un paso bienvenido hacia la vuelta a la normalidad.

Otros, sin embargo, han estado temiendo este momento durante mucho tiempo. En la frenética y alegre carrera por recuperar un año de abrazos perdidos, es fácil perder de vista a personas como Stephens, que se estremecen ante la idea de tener que soportar que todo un cuerpo humano distinto les envuelva sin apenas avisar. Los entusiastas del espacio personal se entristecen al ver que su año de vida sin abrazos llega a su fin, aunque se aferran a la esperanza de que algunos hábitos de distanciamiento pandémico puedan mantenerse.