El hecho más importante de la era Trump, se puede extraer simplemente examinando sus cuentas de votos y sus índices de aprobación: En ningún momento de su carrera política, el Sr. Trump ha disfrutado del apoyo de la mayoría del país que gobernó durante cuatro años. Y sea lo que sea lo que haya sido el 6 de enero, debe entenderse ante todo como una expresión de incredulidad a esa realidad, o al menos de rechazo a ella. En lugar de aceptar, en la derrota, que mucho más de su país estaba fuera de su conocimiento, sus partidarios se proclamaron vencedores e hicieron una rabieta mortal e histórica.

Los disturbios fueron un ataque a las instituciones y, la retórica conservadora incendiaria y las redes sociales tienen parte de la culpa. Pero nuestras instituciones también contribuyeron a producir ese estallido violento al crear un sentimiento de derecho al poder dentro de la minoría conservadora de Estados Unidos.

Las ventajas estructurales de las que gozan los conservadores en el sistema electoral son bien conocidas. En dos ocasiones ya en este siglo, el Partido Republicano ha ganado el Colegio Electoral y, por tanto, la presidencia, mientras perdía el voto popular. Los republicanos en el Senado no han representado a la mayoría de los estadounidenses desde la década de 1990, aunque han controlado la cámara durante aproximadamente la mitad de los últimos 20 años. En 2012, el partido consiguió hacerse con el control de la Cámara de Representantes a pesar de que los demócratas ganaron más votos.

El 6 de enero demostró que la idea de que el orden constitucional estadounidense del siglo XVIII es adecuado para gobernar en el siglo XXI es tan absurda y peligrosa como cualquier cosa que haya pronunciado el Sr. Trump.