Chuck McGinley, ingeniero químico, salió de su coche, observó la chimenea de una planta de procesamiento de animales que se elevaba sobre las copas de los árboles e inhaló profundamente. Al principio no olió nada, salvo la tenue y dulce fragancia de los árboles cercanos.

De repente, llegó el viento. “¡Tenemos un olor tremendo!” exclamó el Sr. McGinley.

Inmediatamente, uno de sus colegas le acercó un Nasal Ranger a la nariz. El dispositivo de medición de olores de 14 pulgadas de largo, que parece un cruce entre una pistola de radar y una corneta, es uno de los inventos más significativos del Sr. McGinley.

Utilizando los términos de otra de las herramientas habituales del Sr. McGinley, una rueda de olores, una tabla parecida a la rueda de colores de un artista que ha estado perfeccionando durante décadas, el equipo describió el olor. “Agrio”, dijo una persona. “Decadencia, posiblemente con algo de petróleo”, dijo otro.

En muchos sentidos, la creciente demanda de los servicios e instrumentos del Sr. McGinley indican la mayor conciencia de la sociedad sobre el poder del olor y su potencial para enfermar físicamente a las personas o disminuir su calidad de vida. Sus inventos han asumido un poderoso papel en un movimiento que reconoce el olor como un contaminante, digno de un estudio más detallado y quizá de una regulación más estricta.

De los sentidos humanos, el olfato es quizá el más esquivo y a la vez poderoso. En un momento dado, puede ser una cápsula del tiempo que nos devuelve a un pasado olvidado.

Intuitivamente, proporciona valiosas advertencias. El olor de la leche puede indicarnos inmediatamente si no es segura para beber. El olfato puede indicarle si sus calcetines están limpios. Incluso se ha convertido en una herramienta de diagnóstico: La pérdida del sentido del olfato es un posible signo de infección de Covid-19. “Nuestro olfato es el primer aviso de que algo no va bien”, dijo el Sr. McGinley.