Una madrugada de noviembre de 2019, el representante Rodney Davis, republicano de Illinois, recibió en su despacho un mensaje de voz cargado de blasfemias en el que el comunicante se identificaba como un francotirador entrenado y decía que quería volarle la cabeza al congresista.
Dos años antes, la representante Maxine Waters, demócrata de California, recibió un mensaje de voz similar de un hombre iracundo que la acusó falsamente de amenazar la vida del presidente Donald J. Trump. “Si lo vuelves a hacer, estás muerta”, dijo, puntuando la afirmación con improperios y un epíteto racial contra la señora Waters, que es negra.
Al otro lado del país, la oficina de la representante Ilhan Omar, demócrata de Minnesota, recibió una llamada profana de un hombre que dijo que alguien debería “meterle una bala” en el cráneo, antes de dejar su nombre y número de teléfono.
Los casos formaron parte de una revisión de más de 75 casos de personas acusadas de amenazar a legisladores desde 2016. La avalancha de casos arroja luz sobre una tendencia escalofriante: En los últimos años, y en particular desde el comienzo de la presidencia del señor Trump, un número creciente de estadounidenses ha llevado el agravio ideológico y la indignación política a un nuevo nivel, presentando amenazas concretas de violencia contra los miembros del Congreso.