En cuanto a su poder destructivo, los colosos de la Guerra Fría empequeñecieron la bomba atómica estadounidense que destruyó Hiroshima. La mayor explosión de prueba de Washington fue 1,000 veces mayor. La de Moscú fue 3,000 veces mayor. En ambos bandos, la idea era disuadir los ataques con amenazas de una gran represalia, con una destrucción mutua asegurada, o MAD. El efecto psicológico era tan alto que los ataques nucleares llegaron a considerarse impensables.

Hoy en día, tanto Rusia como Estados Unidos disponen de armas nucleares mucho menos destructivas: su potencia es apenas una fracción de la fuerza de la bomba de Hiroshima, y su uso es quizá menos aterrador.

La preocupación por estas armas más pequeñas se ha disparado a medida que Vladimir V. Putin, en la guerra de Ucrania, ha advertido de su poderío nuclear, ha puesto sus fuerzas atómicas en alerta y ha hecho que sus militares lleven a cabo arriesgados ataques contra centrales nucleares. El temor es que si el Sr. Putin se siente acorralado en el conflicto, podría optar por detonar una de sus armas nucleares menores, rompiendo el tabú establecido hace 76 años tras Hiroshima y Nagasaki.

Los analistas señalan que las tropas rusas han practicado durante mucho tiempo la transición de la guerra convencional a la nuclear, especialmente como una forma de ganar la ventaja después de las pérdidas en el campo de batalla.