Después de que se le infectara una picadura de insecto en la espalda, David Donner, un camionero jubilado de la zona rural de Alabama, esperó seis horas en una sala de urgencias con su mujer, antes de que las vacunas contra el coronavirus estuvieran ampliamente disponibles. Pocos días después, ambos comenzaron a experimentar los síntomas reveladores de Covid-19.
Debra Donner se recuperó rápidamente, pero el Sr. Donner, de 66 años, aterrizó en la UCI. “El virus apenas la frenó a ella, pero yo acabé rodeado de enfermeras con trajes de protección”, dijo. Su titubeante recuperación le ha hecho depender de una silla de ruedas. “Camino seis metros y resoplo como si hubiera corrido 30 kilómetros”.
Los Donner ven poco misterio en el hecho de que les haya ido tan diferente: El Sr. Donner padece diabetes, una enfermedad crónica que merma la capacidad del cuerpo para regular el azúcar en la sangre y causa inexorablemente estragos en la circulación, la función renal y otros órganos vitales.
Después de las personas mayores y los de las residencias de ancianos, quizá ningún grupo se haya visto más afectado por la pandemia que los diabéticos. Estudios recientes sugieren que entre el 30% y el 40% de todas las muertes por coronavirus en Estados Unidos se han producido entre personas con diabetes, una cifra preocupante que ha quedado relegada por otros datos sombríos de un desastre de salud pública que va camino de cobrarse un millón de vidas estadounidenses en algún momento de este mes.