Cuando el presidente Biden anunció en octubre fuertes restricciones a la venta de los chips informáticos más avanzados a China, lo vendió en parte como una forma de dar a la industria estadounidense una oportunidad de recuperar su competitividad.
Pero en el Pentágono y en el Consejo de Seguridad Nacional había una segunda agenda: el control de armamentos.
Si el ejército chino no puede conseguir los chips, según la teoría, podría ralentizar su esfuerzo por desarrollar armas impulsadas por inteligencia artificial. Eso daría a la Casa Blanca, y al mundo, tiempo para establecer algunas normas para su uso en sensores, misiles y ciberarmas y, en última instancia, para protegerse de algunas de las pesadillas evocadas por Hollywood: robots asesinos autónomos.
Cuando el Sr. Biden se dejó caer por una reunión en la Casa Blanca de ejecutivos de tecnología que están luchando por limitar sus riesgos, su primer comentario fue “lo que están haciendo tiene un enorme potencial y un enorme peligro.”