La vitamina D es una de las pocas vitaminas solubles en grasa que son importantes para el crecimiento, la reproducción y la salud en general.
El cuerpo utiliza dos formas de vitamina D: la vitamina D3, también conocida como “colecalciferol”, producida por el cuerpo cuando la luz del sol incide en la piel, y la vitamina D2, o “ergocalciferol”, sintetizada por las plantas cuando se expone a la luz ultravioleta. Cuando se fabrica o se ingiere a través de productos de origen vegetal o animal, como los pescados grasos o la leche fortificada, el cuerpo los transforma.
Las deficiencias de vitamina D suelen provocar osteoporosis (pérdida de hueso que da lugar a huesos débiles y quebradizos), debilidad muscular, esclerosis múltiple y posiblemente enfermedades como el cáncer, la diabetes y las enfermedades cardiovasculares. Numerosos estudios también sugieren que la vitamina D puede desempeñar un papel en la función inmunológica, las enfermedades autoinmunes como la artritis reumatoide y las enfermedades infecciosas.
Si bien es fácil de tratar con suplementos -que se consideran generalmente seguros-, el exceso de vitamina D puede provocar toxicidad, lo que se conoce como hipervitaminosis D. Los síntomas de toxicidad incluyen una serie de síntomas gastrointestinales como náuseas, vómitos, dolor de estómago o diarrea. La ingesta excesiva de vitamina D puede provocar lesiones renales y pérdida de hueso.
Esta afirmación es inadecuada porque sin un contexto adicional podría ser engañosa. Un estudio de la Universidad de Heidelberg encontró que la deficiencia de vitamina D está asociada con el aumento de la mortalidad por COVID-19, incluso cuando se ajusta a por edad, sexo y las comorbilidades. Sin embargo, como los propios investigadores señalan, una limitación del estudio es que es observacional; demuestra la asociación pero no la causalidad. La inferencia del beneficio de la suplementación con vitamina D debe considerarse con cautela hasta que se realicen más estudios, en particular ensayos controlados aleatorios.