Cuando Jennifer Chen regresó a su ciudad natal, en el centro de China, el pasado invierno para celebrar el Año Nuevo Lunar, no pensó en Twitter. Tenía unos 100 seguidores en una cuenta que creía anónima.
Mientras vivía en China, re-tuiteó noticias y vídeos, y de vez en cuando hizo comentarios censurados en las plataformas chinas, como expresar su apoyo a los manifestantes de Hong Kong y su solidaridad con las minorías internadas.
No era mucho, pero fue suficiente para que las autoridades la persiguieran. La policía llamó a la puerta de sus padres cuando estaba de visita. Dijo que la citaron en la comisaría, la interrogaron y luego le ordenaron que borrara sus publicaciones y su cuenta de Twitter. Siguieron persiguiéndola cuando se fue a estudiar al extranjero, llamándola a ella y a su madre para preguntarles si la Sra. Chen había visitado recientemente algún sitio web sobre derechos humanos.
El gobierno chino, que ha construido una amplia infraestructura digital y un aparato de seguridad para controlar la disidencia en sus propias plataformas y está haciendo todo lo posible para ampliar su red en Internet para desenmascarar y silenciar a quienes critican al país en Twitter, Facebook y otras redes sociales internacionales.