Las directrices sanitarias federales limitan la entrada de animales domésticos procedentes de países como Ucrania, con una alta incidencia de rabia. Para algunos refugiados, la norma ha sido devastadora.
Natasha Hrytsenko, residente de toda la vida en Ucrania, siempre había soñado con tener un perro blanco y esponjoso. Cuando empezó a trabajar, la Sra. Hrytsenko, que ahora tiene 30 años, utilizó sus dos primeros sueldos para comprar un cachorro maltés mini de pura raza. Llevó a Eddie a su casa en el apartamento de Kiev que compartía con su hermana mayor.
Ocho años más tarde, cuando la guerra asoló su país y decidieron huir, la Sra. Hrytsenko recuerda haberle dicho a su hermana: “Puedo dejar atrás mi mejor ropa, mis bolsos favoritos e incluso mi teléfono móvil. Pero nunca dejaré atrás a Eddie”.
La pareja se dirigió a Polonia, luego a Alemania y después a Portugal, con destino a Estados Unidos, donde tenían amigos en Virginia. El pequeño perro viajó con ellas, metido debajo de sus brazos o sentado en su regazo.
Las hermanas llegaron hasta Tijuana, la ciudad mexicana situada en la frontera sur de California, antes de conocer la noticia que las detuvo en seco: en la mayoría de los casos no se permitía la entrada de perros procedentes de Ucrania en Estados Unidos. Varias personas ya habían tenido que dejar a sus mascotas en México en virtud de la normativa sanitaria federal.