A principios de marzo, Zoraida Diaz venía a clases de yoga dos veces por semana a las oficinas de Community Health Resources. Se está recuperando del cáncer de colon y del alcoholismo mientras recibe tratamiento para la ansiedad y la depresión graves.
Carla Mitchell se presentó a la terapia intensiva de TEPT, feliz de haberse liberado de su estresante vida hogareña y de las burlas racistas que escucha caminando en su vecindario.
Y Tara Kulikowski, que tiene trastornos esquizoafectivos y bipolares, lupus y se está recuperando de la drogadicción, organizó clases de artesanía y otras actividades en el cercano “We Can Clubhouse” de la CHR.
A mediados de marzo, sin embargo, la respuesta fue “no podemos” para todos los encuentros en persona en el centro de salud mental y tratamiento de adicciones más grande de Connecticut y miles más en todo EE.UU.
En medio de las proyecciones de aumento de suicidios, muertes por drogas y alcohol a causa del colapso social y económico provocado por la pandemia, centros como estos y sus pacientes están luchando por seguir adelante. Han quedado en gran parte fuera de la turbia fórmula de la financiación federal de los cuidados de salud COVID-19, que se ha centrado en el impacto financiero inmediato en los hospitales que cuidan a los pacientes con el virus.